Hoy, 9 de diciembre, vuelve a mí un recuerdo invaluable, del año en que se conmemoró el sesquicentenario de la batalla de Ayacucho y se realizó una escenificación en la Pampa de la Quinua.

Aquel mes de 1974 mi padre era mayor del ejército, y se encontraba sirviendo en la unidad Cabitos 51, cuyo cuartel se encontraba en las afueras de Huamanga. Él y otros oficiales tuvieron a su cargo la organización de la mencionada escenificación.

El día 9 llegamos antes de las siete de la mañana a la plaza de armas de la ciudad, en una camioneta verde, sin lunas posteriores, manejada por un viejo suboficial. Apenas asomamos a la esquina de 28 de Julio, un grupo de estudiantes universitarios y trabajadores, que estaban contenidos por policías civiles y militares, nos recibieron con gritos y piedras, lanzando arengas a favor del pueblo, y pronunciando diatribas contra el gobierno de Velasco, que nos alcanzaban además en forma de injurias irrepetibles. Estos ayacuchanos menospreciados por mi entorno, realizaban una protesta que entonces no entendí, pero encontré interesante, por el nerviosismo que provocaba en los militares, sorprendidos por la contundencia de las manifestaciones (pues incluso me contaron que para evitarlas habían capturado a los líderes, entre los que se encontraba Abimael Guzmán, y los habían enviado a Lima temporalmente, trayéndolos de retorno después de pasadas las celebraciones). Años después, ya en Lima, yo también habría de formar parte de ese descontento, aunque fueran otras las circunstancias y otras las ideas que me movilizaron a buscar la vuelta a la democracia.

El destino inicial era el Hotel de Turistas, frente al Cine Cavero, donde se encontraban los invitados a las celebraciones, nacionales y extranjeros, la mayoría de ellos uniformados. Ese sería además el punto de partida para acudir a la pampa de la Quinua, donde se realizaría el evento principal del día. Tuve la suerte o más bien el privilegio de viajar en el ómnibus que llevaba a las escoltas de los países invitados. Ni bien subí, los muchachos de la escolta presidencial del Perú me permitieron llevar su bandera, pesada por la tela, los hilos metálicos y las medallas. Un honor inesperado para un niño de trece años, y me cuentan que más allá, entre los cadetes de la escolta venezolana estaba Hugo Chávez, quien llegó precisamente para la ocasión.

El viaje, a pesar del flujo intenso de vehículos, fue rápido y entretenido, con tanto joven distinguido que me miraba con curiosidad y hasta condescendencia, me parecía estar de intruso en una fiesta de mayores y hasta tuve el inevitable sentimiento de querer vestir ese uniforme (deseo que no duró mucho, por cierto, pues muy pronto conocí la otra cara de la moneda, y aficiones que una vida castrense no me hubiesen permitido desarrollar)

En la Quinua, al pie del cerro Condorcunca (cuya cumbre sobrepasé luego para recorrer la región del río Apurímac) la experiencia fue superlativa. El escenario y las tribunas ya se habían preparado hacía unos días y los actores del evento venían llegando desde la madrugada. Todo estaba dispuesto para escenificar lo que fue el último gran encuentro entre las tropas realistas, al mando del virrey José de la Serna y las tropas patriotas, venidas de diversas naciones sudamericanas, comandadas por el general Antonio José de Sucre. Aún hoy resuenan los apellidos de aquello hombres que después se diputarían el control, de sus naciones. Pero entonces y ahora no se conocen los nombres de los miles de peruanos (sobre todo población indígena) que sirvieron en las tropas realistas y otros tantos extranjeros que sirvieron en las tropas patriotas, la mayoría de ellos proveniente de la Gran Colombia (conformada por lo que ahora es Panamá, Ecuador, Colombia y Venezuela).

Ver de cerca un espectáculo tan impresionante como puede ser la escenificación de una gran batalla impactó en mi tierno imaginario; con todo el colorido, movimiento, sonido y grandiosidad, propio de una superproducción de Hollywood; movilizando a miles de personas, entre oficiales y soldados reales, reservistas y escolares del último año de los dos grandes colegios ayacuchanos, con armas reales y réplicas de madera, con cañones y caballos, y la vestimenta de época. Pero además una batalla que entonces ya sabía que fue determinante para la independencia del Perú y de Sudamérica toda.

Un hecho así no se olvida fácilmente, pero a mi me marcó de por vida, como muchas de las cosas que fueron modelando mi preadolescencia en ese Ayacucho querido de inicios de los 70, casi una aldea con marcada estratificación socioeconómica, con rezagos del gamonalismo y sumida en la pobreza material y moral, sobrepoblada de iglesias y abundante en mitos, leyendas y anacronismos culturales, que apenas había salido de su cascarón colonial, pero que, en contrapartida, se enfrentaba a la modernidad (con sus dos universidades) y recibía a una juventud ávida de conocimiento, pero también de rebeldía y necesidad de cambio, que más adelante sería atrapada por la subversión.

Aquel 9 de diciembre pude recorrer como pocos, algunos de los meandros de un día eminentemente castrense, pero que no dejaba de tener esa impronta de la civilidad local, que en medio de la conmemoración reclamaba por el presente y quería ser parte de ese momento, con la esperanza que esa victoria producida hace siglo y medio, tuviera aquella vez algún significado para el pueblo y lo lanzara al futuro con ilusión. Pero no la falsa ilusión que propone el patrón (sea civil o militar) ni la falsa ilusión de un sistema que nos promete beneficios, pero solo privilegia a unos pocos. Sino un esfuerzo colectivo, que no sea calco ni copia, sino creación heroica del pueblo, como quería Mariátegui. Antes una posibilidad que un problema, como lo proponía Jorge Basadre. Una posibilidad propia, que tome lo mejor de las muchas realidades que nos conforma, sin dogmatismos ni totalitarismos.

Hoy que se cumplen 200 años de aquel glorioso momento en el cual se consolidó la independencia del control político español, podemos lanzar vivas a la república, a la libertad, al ejército, a los que trataron de hacer posible nuestra nación, pero de nada servirá si no podemos manejar esa libertad y lograr nuestra verdadera independencia, aquella que nos permite sacar adelante al país, en conjunto, libres de la explotación, la corrupción y el expolio de nuestros recursos.

Eso sí, queda pendiente celebrar estas fechas bajo mejores circunstancias, pues la pandemia no permitió conmemorar el bicentenario de la independencia como corresponde, y estar sometido a un gobierno corrupto e incompetente no permite conmemorar con orgullo una fecha tan importante como el Bicentenario de la Batalla de Ayacucho. Fuera que en realidad hay poco que celebrar, cuando 200 años de independencia aún no han conseguido que logremos lo que queremos y podemos ser.